jueves, 7 de marzo de 2013

Fijáte


Hace unos días que no les escribo ni los llamo, que no saben qué estoy haciendo ni dónde ni con quien. Hoy a la mañana, mientras desayunaba, tarde, en una waflería de Leiden, me acordé de cómo era antes. Me acordé de cuando intentaba saber todo lo que hacían ustedes. Estaba obsesionado por el control, por la información. Pensaba que si sabía qué estaban haciendo y en dónde y con quién iba a poder actuar en caso de que les pasara algo, no sé, si chocaban o se desmayaban o se peleaban con alguien. Salían mucho, a bailar, tomaban. Supongo que como yo no hacía nada de eso, como no conocía ese mundo sino que lo imaginaba, lo imaginaba mal, siempre peligroso.
Tus amigos, Martín, que jugaban al rugby, se la pasaban contando que se agarraban a trompadas en los boliches, en los bares. Había uno, Mauricio, Mauri, que cada tanto aparecía con puntos en la boca, con los ojos negros, con la cara hinchada, explotada, encima ya tenía los rasgos exagerados, era bocón, tenía los pómulos marcados y los ojos grandes, y cuando venía cosido y golpeado parecía que tenía la cara adentro de una media apretada, o de una bolsa, que funcionaba como una lupa, que le ampliaba el tamaño de todo, parecía recién salido de una cirugía estética que había terminado mal. Eso creía yo que pasaba todo el tiempo: que la gente se partía botellas en la cara porque sí, porque es lo que hacen la noche y el alcohol. Entonces los llamaba, ustedes se acuerdan, a cualquier hora, los llamaba al boliche cuando recién se empezaron a usar los celulares, al principio teníamos uno solo y lo compartíamos, o lo compartían ustedes, que eran los que estaban en la calle, fuera de casa, un samsung gris que trajo mamá un mediodía, en verano, y que sacamos de la caja, en la cocina, como si estuviéramos desactivando una bomba, después, cuando cada uno tenía el suyo, los llamaba por separado, los llamaba del fijo, casi siempre del fijo, y les preguntaba qué iban a hacer, si volvían a dormir. Me desesperaba cuando no me atendían. Me imaginaba buscándolos por días, me imaginaba gente llorando, me imaginaba un juicio contra la novia que los había matado. Me imaginaba diciéndoles a papá y a mamá, después de despertarlos, de meterme en la habitación, que todavía estaba pegada al living, al lado de la puerta de calle, de ver dos bultos imprecisos, medio deformes, que es como se ve un par de cuerpos bajo las sábanas en la oscuridad, cuerpos dormidos desprolijos, desarmados, durmiendo separados en la misma cama, cada uno para su lado, como vi dormir siempre a papá y a mamá, después de haber tocado a papá, que era el primero al que me acercaba porque dormía del lado de la puerta, después de haberlo tocado, decía, un par de veces, los dos perdidos en la oscuridad, que era más densa porque los muebles eran de madera negra, o casi negra, la cama, el placard, la cómoda, todo oscuro como la noche, todo colaborando con el dramatismo que le ponía a esas llamadas no atendidas, a mi falta de datos, a ese momento en el que la madrugada se terminaba y ustedes no habían vuelto, después de haberlo tocado, decía, y de susurrarle, de hablar como si no hablara, tan despacito que parecía un ventrílocuo al revés, moviendo la boca con tanto cuidado que a veces no me salía ninguna palabra, de decirle pa, papi, pa, siempre la misma secuencia, a veces tocándolo con la punta de un dedo al tiempo que pronunciaba una sílaba, a veces, al contrario, tocándolo entre un sonido y otro, después de hacer eso y de que papá, por fin, se despertara de golpe, sobresaltado, como escapando de una pesadilla, como si el cuerpo se le desprendiera del sueño antes que la mente, por puro instinto, después de que papá me buscara, con el efecto de la explosión flotándole en la cabeza, aturdido, recortado en ese espacio entre la cama y el placard en el que me ponía para despertarlo o para sacarle plata del cajón de la mesita de luz cuando quería pedir helado, algo que a veces, incluso, hacía esas noches en que más tarde lo iba a despertar porque ustedes no habían vuelto, después de que papá me buscara y me encontrara medio difuso, mal dibujado en ese pasillito desde el que le hablaba, bajito, me imaginaba, decía, diciéndole, primero a él, mamá tardaba más en despertarse, no era tan súbita, era como alguien recuperándose de una anestesia, en cámara lenta, atajando el mundo de a poco, siempre como despertándose después de veinte años, como despertándose en el futuro y tratando de entender las máquinas del futuro, el automatismo, esa limpieza con la que pensamos el futuro, con la tecnología deslizándose al servicio del hombre, siempre despertándose como si se hubiera dormido antes de la revolución industrial y se despertara en un mundo mac, un mundo apple, y tuviera que entenderlo, descifrarlo, meterlo dentro suyo, aprender a moverse en ese espacio transparente, amable, sin complejidades, diciéndole, decía, primero a él, que era casi de día y que ustedes no habían vuelto. Me imaginaba dándoles el principio de una noticia tirando a preocupante, un principio que podía no significar nada porque era producto de una deducción mía, que no pasaba las noches en la calle, que no atravesaba la noche acompañado de amigos o mujeres, que no volvía, de noche, medio doblado por el alcohol, medio miserable, con la noche impregnada en la ropa, con los ojos un poco perdidos, con la piel gastada, con la ropa cargada de roces, llena de electricidad, con el cuerpo apagado por el cansancio de la noche, con la alegría invisible del que hizo, de noche, algo a escondidas, medio prohibido, sin que lo descubrieran, yo no pasaba las noches fuera de casa, decía, yo no volvía, de noche, con la sensación de derrota o de oportunidad con la que se vuelve de noche, con la juventud renovada con la que se vuelve, a veces, de noche. Un par de años después, me acordé hoy, también de eso, desayunando en la waflería, de vidrio y de madera, una waflería familiar, con muchas mesas, con manteles a cuadros como los que había en casa de la abuela, mirando el mar detrás de un poco de niebla, mirando, en realidad, el viento, que movía todo lo que había afuera pero que era, para mí, encerrado en esa jaulita, mudo, mirando el mar, decía, revuelto, a lo lejos, detrás de la última calle, o la primera, depende, detrás de una pared baja de contención, el mar, agitado por el otoño holandés, medio gris, el día, manchado de grises, sin brillos, sin sol en ningún lado, empujando la nostalgia, el día, mientras desayunaba un café con leche que pedí con torpeza, que balbuceé y que tuve que señalar en la carta porque la moza era tan linda, tan discreta, tan intimidante en silencio, sin querer, tan inconsciente de sí misma, porque la moza, decía, me hizo acordar a Cecilia, mi psicóloga, espigada, la moza, apenas ancha, elegante, rubia, como Cecilia, mientras desayunaba, me acordé, decía, de que un par de años después, una tarde oscura, fría, como la que hace ahora acá, casi en el mismo lugar en el que le decía a papá que ustedes no estaban, le tuve que decir, apenas llegó de trabajar, apenas terminó de sacarse el saco, que mamá se había ido, y me acordé, esta mañana, de cómo papá se derritió delante de mí, de cómo sentí, mejor dicho, que papá se me derretía en los brazos.

Esa mañana, me acordé hoy, mientras unos barriletes se agitaban violentos cerca del mar y yo intentaba ver cómo se movían los que intentaban controlarlos, qué baile raro hacían para aguantar un viento que se los podría haber llevado a ellos si no tuvieran los pies hundidos, eso lo supe después, un rato más tarde, cuando fui a la playa y vi que la arena era un colchón húmedo y grueso pero apenas compacto en el que todos se enterraban, firmes, cubiertos de arena hasta los tobillos, es obvio que no iban a levantarse como los barriletes, el viento no era tan fuerte, pero me pareció, cuando lo vi, desde lejos, que se podía pensar eso, que se enterraban para no perderse en el aire, supongo que pensaba en otra cosa, mientras desayunaba, decía, me acordé, esta mañana, de que esa mañana mamá llegó a casa, volvió a casa de un viaje de dos semanas que había empezado seis meses antes, más o menos, cuando empezó a dormir arriba, en la piecita del fondo, cuando dejó de dormir con papá, cuando dejaron de cruzarse sin gritos y empezaron a discutir todas las noches, a veces también a la mañana, temprano, antes de irse a trabajar, los dos, a trabajar, mientras nosotros, o yo, mejor dicho, me preparaba para ir a la escuela, ustedes ya no iban, a veces a la madrugada, en medio de la noche, papá subía, taloneando como Martín, moviéndose rígido, como enojado, pasando como una sombra por delante de mi habitación, moviéndose sin cuidado, empujado por la desesperación, moviéndose bruto, retumbando como no había hecho nunca, retumbando como si tuviera el corazón conectado a la casa, como no había hecho nunca, ustedes saben, papá se movía, se mueve, con sigilo, como si la casa fuera una zona de guerra, una zona minada, y él buscara evitar las explosiones o contenerlas, si acaso, se mueve, se movía, ya, desde siempre, con cautela, nosotros decíamos que resbalaba por la casa, que aparecía detrás nuestro como un fantasma, que nos enterábamos de que andaba cerca cuando hablaba, cuando la voz rompía el silencio o el fondo de ruido que él había estirado, que él había ayudado a sostener, en medio de la madrugada, entonces, papá atravesaba la casa, más sólido que el resto del tiempo, más incapaz de quedarse en ese estado gaseoso con el que se movía, se mueve, en general, como si el enojo o la angustia le endureciera las huesos y no lo dejara traspasar las paredes, como parece que hace, todavía, en medio de la madrugada, decía, subía y nos despertábamos por los gritos susurrados de los dos, y yo, que dormía abajo, subía, también, y miraba, desde ese cuartito vacío con el que empieza la planta alta, en el que empieza o termina la escalera, miraba, desde ahí, la piecita de mamá, al fondo del pasillo, angosta, la piecita, sin puerta, miraba, entonces, y escuchaba, sobre todo, porque no se veía nada desde ahí, se veían pedazos de cuerpos, recortes de cuerpos, cuerpos incompletos, lo que entraba en el marco de la puerta según donde se paraban, escuchaba, decía,  ruido, gritos, cosas que se rompían, y después, de repente, nos íbamos a dormir, de nuevo, como si nada, y al día siguiente sabíamos, por lo menos, que no se iban a pelear temprano porque mamá, esas noches, después de discutir, se acostaba tarde y se levantaba tarde, después de que nos habíamos ido, los tres, o se levantaba temprano, con la cara amontonada por el sueño, medio zombi, simulando normalidad, intentando hacernos creer, supongo, que el recital de la noche anterior no había pasado nunca, se levantaba, mamá, temprano, dormida, y nos hacía el desayuno con torpeza, llevándose todo por delante, o no, no nos preparaba nada, me parece, porque no hacía falta, pero se paraba en la cocina, al lado del horno, atajándose el cuerpo con los brazos, en general por el frío, que entraba, por la ventana de la cocina, que no cerraba bien, que siempre quedaba un poco torcida, que no abría bien, tampoco, que teníamos que trabar con una cuchara para que quedara abierta, mamá, entonces, por el frío, supongo, se atajaba el cuerpo con los brazos, se abrazaba, quizás, para que el cuerpo no se le salga, y ponía la pava, que había pasado la noche arriba con ella, que había, de alguna manera, dormido con ella, la pava grande, la única que teníamos, que todavía tenemos, la apoyaba sobre la hornalla y hacía ruido, medio desarmada, medio blanda, la manija de la pava hacía ruido por el uso y los años, se paraba y esperaba, mamá, contra la mesada, sostenida por el mármol, y hacía el mate, o cambiaba la yerba, que venía también de la noche anterior, tiraba la yerba en el tacho de la cocina, debajo de la mesada, detrás de esas puertitas bajas, desvencijadas que habían venido con la casa y que ya habían empezado a pudrirse, tiraba ahí la yerba, en el tacho, cambiaba la yerba, agachada, de espaldas a la mesa, a nosotros, si estábamos en la mesa, y balbuceaba un poco, sin firmeza, desde adentro del sueño, hasta que nos íbamos, medio tensos, y no se iban a pelear, decía, sabíamos que no se iban a pelear porque esas mañanas, si mamá se levantaba temprano, papá ya se había ido, se había ido tan temprano que quizás, al salir, fuera de noche todavía, tan temprano que cuando nos levantábamos no quedaba, de papá, ni la sombra, ni el temblor de la puerta, y fue así, me parece, hasta que mamá volvió a casa después de ese viaje, una mañana de sol pero fría, en invierno, una mañana que falté al colegio o que no tuve clases, no sabía, yo, que mamá llegaba ese día, y se sentó en la cama, que estaba debajo de la ventana, se sentó, entonces, y me dijo, esa mañana, tranquila, como no la había visto últimamente, que se iba a ir, esa mañana, que se iba a llevar sus cosas, que se iba a ir, me dijo, a la casa del tío, que había venido con ella en la camionetita blanca, que la esperaba, mientras me hablaba, en la puerta, el motor respirando, y que a la noche, me dijo, mamá, tranquila, sin dejar de irse, que se iba ir, esa mañana, y que a la noche, esa noche, iba a volver a explicarle a papá, que no sabía nada, que no sabía, papá, en el trabajo, esa mañana, que mamá y el tío juntaban las cosas con apuro, la ropa, sobre todo, del placard de la pieza de adelante, y algunas cosas más, sábanas, supongo, pero más que nada ropa, no me acuerdo bien del resto, y las metían, mamá y el tío, esa mañana, en la camionetita blanca, estacionada en la puerta de casa, y se iban, los dos, y papá no sabía nada y tuve que decirle yo, esa noche, y me acordé, hoy, de la cara de papá, rompiéndose, la cara, volviéndose líquida, cayéndose, la cara, de papá, me acordé, desarmándose, papá, como no lo había visto nunca y me acordé, también, del ruido de la puerta del placard, corrediza, como un trueno, la puerta, y del placard semivacío, de todo el lugar que sobraba, del fondo del placard, me acordé, que no sabía cómo era, que no había visto, tapado como estaba, el fondo, por la ropa de mamá, me acordé del fondo del placard, hoy a la mañana, que era de otro color, y de papá perdiéndose, apurado, medio vestido, en pantalón y medias, como si él también, en ese momento, hubiera perdido, también, la ropa, con la camisa desabrochada, como si hubiera perdido, de repente, en una frase, la mitad de lo que llevaba puesto, perdiéndose, decía, me acordé, en el pasillo, primero, en la escalera, después, perdiéndose, papá, en la garganta de la escalera, me acordé, hoy a la mañana, de la escalera tragándose a papá y no supe, hoy, tampoco, qué hizo arriba, antes de bajar, esa noche, medio vestido, medio desnudo, porque no subí, esa noche, con él, como hacía siempre, pero me di cuenta, hoy a la mañana, de que cuando bajó, papá, esa noche, ya era otro.

Ustedes no estaban, esa noche, no estaban y yo los extrañé y quise que llegaran rápido, que volvieran, que me ayudaran a reensamblar a papá, o a evitar, al menos, que se siga desarmando, papá, sentado en la cama, la pieza junto al living, las luces prendidas, yo, en la puerta de la habitación, justo debajo del marco, donde hay que ponerse durante los terremotos, donde hay que aguantarlos, en el marco de la puerta, yo, los terremotos, esperando que lleguen, por fin, de donde estaban, me acordé, hoy a la mañana, en Leiden, cuando salía de la waflería, del calor, del estado amniótico de la waflería, casi sin gente, como el pueblo vacío, un pueblo costero en otoño, un pueblo lleno, apenas, y no tan lleno, por los locales, que no son muchos, me pareció, hoy, saliendo, yendo a la playa, dejando atrás la moza, amable, no dócil, amable, alta, medio imponente como Cecilia, mi psicóloga, rubia, también, el pelo atado, discreta, dejando atrás la waflería, quieta, adentro, sin movimiento, sólida contra el viento que agitaba, cuando salí, todo, que lo corría todo, pesado, el viento, mientras me acordaba, hoy a la mañana, cómo los extrañé, de lo rápido que llegaron, por suerte, los dos juntos, de casualidad, a tiempo, y de nosotros diciéndole no sé qué cosa a papá, sentados en la cama, ustedes, o al menos uno y otro en una silla, supongo que en una de esas sillas cuadradas, feas, de asiento blanco que habíamos traído del departamento de calle Cerrito, que estaban en casa, todavía, y que no se usaban, casi nunca, esas sillas, incómodas como eran, y que aparecían cada tanto en la pieza de papá, la pieza, esa noche, de papá, nada más, esa noche, arruinados, los cuatro, esperando a mamá, que no vino, esa noche, a explicar nada, a hablar con nadie, mamá, que había querido hablar todo ese tiempo, esos meses, esa noche no vino a hablar con nadie, no sé qué le dijimos a papá hasta que llamó mamá o llamamos nosotros y hablaron por teléfono y papá le pidió, sentado en la cama, al borde, cayéndose, que vuelva, a hablar, por lo menos, que vuelva, le pidió, más que nada, a intentar arreglar algo, y mamá le dijo que no iba a volver, esa noche, que quería hablar, mamá, ponerse de acuerdo, dijo, y no era, ponerse de acuerdo, lo mismo que arreglarse, no sé qué le dijimos, algún consuelo, de eso no me acordé, hoy, andando por el pueblito, cerca del mediodía, por la avenida, me parece, del pueblito, puro viento, el pueblito, mirando en la avenida un hotel gigantesco, como de otro siglo, grande como el pueblito, más vacío que el pueblito en otoño, un pueblo playero, andando, me acordé, en medio del frío, con una remera de mangas largas, la campera en el bolso, colgando de la tira del bolso, con el viento entrando por la remera, por los puños estirados de la remera, por usarla siempre arremangada, los puños estirados, dos túneles de acceso, esos huecos, para el viento, me acordé, por el frío, de esa noche, los tres mirando a papá, en la cama, rogando, por teléfono, por favor, Susana, decía, esa noche, todo roto, y no supe, hoy a la mañana, mientras me acordaba, qué hicimos, después, qué hicimos esa noche, cuando entendimos, cuando vimos, más que nada, que no iba a volver, mamá, de la casa del tío, que se iba a quedar en la piecita de la terraza, helada, la piecita del fondo de la terraza, perdida, la piecita, como la pieza en la que durmió hasta esa mañana, la piecita perdida, también, en otra terraza, mamá, de nuevo, entonces, en una piecita en una terraza, esa noche, también, y el resto de las noches hasta que se mudó, no supe, les decía, qué hicimos esa noche, si comimos, si cocinó alguien, si alguien, si acaso, lavó los platos, esa noche, si dormimos, si papá durmió, si alguien lo vio dormir, si alguien vio, esa noche, el hueco, en la cama, de papá, el hueco, si alguien lo escuchó decir algo a papá, si es que papá dijo algo, esa noche, si alguien sabe, quiero preguntarles, si papá empezó a quedarse callado esa noche o si se quedó callado del todo, de repente, todo junto, si alguien sabe cómo hicimos, al otro día, para levantarnos, para levantarse, papá, las ruinas del terremoto, qué dijimos, al otro día, si dijimos algo, les quiero preguntar, desde hoy a la mañana, desde que vi el mar, los barriletes, la gente hundida en la arena, antes de volver al hostel, de buscar, en el hostel, la mochila, de irme, esta mañana, cerca del mediodía, del hostel, del pueblo, a otra parte, de salir del hostel, del pueblo, a la ruta rodeada de flores, de lagunas, de molinos, antes de irme, esta mañana, decía, me acordé de ustedes, esa noche, de papá, me acordé, entrando a mi pieza, muchas mañanas, a llorar, papá, vestido de traje, de nuevo, para trabajar, hundido, atajándose la cara, en mi pieza, llorando, me acordé, hoy a la mañana, y les quiero preguntar si saben si es cierta, esa imagen, o si me la inventé, hoy, saliendo de la waflería, del hostel, de Leiden, del frío, si me la inventé, les quiero preguntar, si se acuerdan, les quiero preguntar, lo mismo que yo, si nos acordamos todos de lo mismo, si creen, ustedes, que sí, y si creen que mamá y papá también, si creen que se acuerdan, de esa noche, de lo mismo, si creen que todos podemos, al menos, ponernos de acuerdo en algo, al menos, esa noche.

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