Weber, el secretario de actas durante la década del 20, pudo haber hecho
todo sin querer hacerlo. Un día se descubrió omitiendo, involuntariamente, un
dato o el contenido de una carta, distraído por la forma nueva del peinado del
Presidente o por la caída de las escarapelas sobre las solapas, la agitación de
la tela por el impacto de los pasos, por el movimiento del cuerpo, o por el
gesto rudo o muy alegre de la esposa del arquero al saludarlo en el field,
mientras el domingo amenazaba con ser tan igual a los otros que nadie se
hubiera quejado si una confusión espacio-temporal lo hubiera hecho desaparecer,
mientras lo único distinto era la posibilidad de una lluvia que inundara el
mundo y mandara a todos a casa, o simplemente distraído, y tuvo que obligarse a
recordarlo en la siguiente reunión, temblando un poco, intentando sostenerse en
los modos formales de siempre, un par de pasos por debajo de la solemnidad,
Weber, entonces, simuló que leía, que sus palabras eran las del papel, que
había escrito lo que estaba por decir, y pensó que el riesgo, que no había
buscado, que se había presentado repentino, era un buen ejercicio para medirse,
para demostrarse que sus compañeros no desconfiaban de su capacidad para el
registro, para convencerlos de que era infalible, y leyó, hizo que leía, que
repetía lo anotado después de la última reunión, que no se había olvidado de
nada. Le costó no distraerse con esas letras, no leer realmente.
Dijo, de
memoria, lo que había anotado y lo que no, lo que había omitido sin querer, con
los verbos un poco mal puestos, como solía hacer al redactar, nunca a
propósito, muchas veces, apurado por anotar todo antes de que se le caiga de la
cabeza, perdía el control sintáctico de las frases y después no se detenía a
corregir, sabía que lo importante no era el orden sino que lo escrito
contuviera los momentos decisivos de lo que pasaba en las reuniones, que quien
leyera las actas entendiera lo que se había discutido y decidido más allá de
las construcciones imprecisas. Titubeó un poco, Weber, sin transpirar, llegó a
temblar cuando intentó armar mal una frase, en el aire, con los ojos en el
libro, sostenido a lo ancho por una mano y la mitad de un brazo, pegado al
cuerpo, debajo del pecho, se interrumpió, pidió disculpas, dijo que no entendía
su letra, que le costaba leer sobre algo que había corregido, sobre un amontonamiento
de tinta negra, aprovechó la pausa para aclararse, para tomar aire y terminar
de desorganizar lo que estaba a punto de decir, consiguió abstraerse, perderse,
flotar fuera del libro, de su letra en el libro, comprobó que en el salón, en
el local social, una casa baja, llena de espacio, pocos ambientes, salpicada de
sillas, del brillo de las primeras copas, que empezaba a opacarse, a necesitar
del reflejo de los relojes a cuerda, de la luz de las ventanas, que no entraba
porque era de noche, los miembros de la Comisión lo escuchaban atentos pero sin
presión, sin signos de estar alterados, ligeramente apurados, ansiosos por
abrir la correspondencia, por contestar a las invitaciones de partidos, por
rechazar algunas no tanto por la indisponibilidad del equipo sino para
confirmar el interés a través de un segundo o tercer pedido, Weber, ya que
inventaba, inventó una tos para asfaltarse la garganta y siguió, haciendo que
leía, repitiendo casi de memoria lo que había escrito, tranquilo al escuchar el
silencio, que era la forma de decirle que no se había equivocado al tomar nota,
y siguió, tan convencido de que confiaban en él como la memoria del club que
introdujo pequeñas variaciones en el relato, desvíos un poco insignificantes
que nadie repudió, siguió, se descubrió a punto de cambiar el nombre de pila de
un socio nuevo pero se contuvo, se dijo que sería un exceso, que no debía
burlarse, aunque sabía que si alguien le objetara el error podría justificarlo,
eligió reprimirse, pensó en el futuro, en la libertad que encontraría luego, en
lo que podría decir cuando escribiera las próximas actas, cuando aprendiera a
llevar adelante con fluidez este ejercicio de simular la lectura, cuando
aprendiera a limpiar la vista, a fijar los ojos en el papel y hacerlo transparente,
atravesarlo para no confundirse, para no leerse a sí mismo, para no mezclar las
palabras, en los detalles que incluiría, en la facilidad, en la cara de los que
lo descubrirían si acaso resultara necesario revisar actas mientras todos, más
que nada él, estuvieran vivos, y le tomó un momento entender que si hacía bien
su trabajo, si seguía como hasta ahora, si su letra se convirtiera en la
memoria del club, quien leyera las actas y encontrara una incongruencia no
dudaría de la pericia de Weber sino de la propia, se dijo, Weber, que ese sería
su triunfo, la prueba de su capacidad, modificar la historia en presencia de
quienes podrían decirle lo contrario, hacerles creer que la verdad era la suya,
la de Weber, y por lo tanto la de los otros, y que esos cambios, esas mentiras
sin descubrir, y las otras, las descubiertas, discutidas, cuestionadas,
aclaradas, produjeran desvíos en las decisiones, Weber, entonces, volvió a
decirse, mientras escuchaba que el resto estaba de acuerdo en el registro de la
última reunión, mientras cerraba el libro y lo apoyaba sobre la mesa, mientras
aflojaba el cuerpo y veía cómo la noche era lo único que quedaba afuera,
mientras el Presidente se acomodaba el saco con un tirón firme de las solapas,
el gesto que usaba antes de tomar la palabra o para tomarla, que lo que quería,
lo que de hecho haría, lo que ya había empezado a hacer, sería, era, escribir,
borrar el futuro.
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