jueves, 7 de marzo de 2013

La cursiva mecánica


Weber, el secretario de actas durante la década del 20, pudo haber hecho todo sin querer hacerlo. Un día se descubrió omitiendo, involuntariamente, un dato o el contenido de una carta, distraído por la forma nueva del peinado del Presidente o por la caída de las escarapelas sobre las solapas, la agitación de la tela por el impacto de los pasos, por el movimiento del cuerpo, o por el gesto rudo o muy alegre de la esposa del arquero al saludarlo en el field, mientras el domingo amenazaba con ser tan igual a los otros que nadie se hubiera quejado si una confusión espacio-temporal lo hubiera hecho desaparecer, mientras lo único distinto era la posibilidad de una lluvia que inundara el mundo y mandara a todos a casa, o simplemente distraído, y tuvo que obligarse a recordarlo en la siguiente reunión, temblando un poco, intentando sostenerse en los modos formales de siempre, un par de pasos por debajo de la solemnidad, Weber, entonces, simuló que leía, que sus palabras eran las del papel, que había escrito lo que estaba por decir, y pensó que el riesgo, que no había buscado, que se había presentado repentino, era un buen ejercicio para medirse, para demostrarse que sus compañeros no desconfiaban de su capacidad para el registro, para convencerlos de que era infalible, y leyó, hizo que leía, que repetía lo anotado después de la última reunión, que no se había olvidado de nada. Le costó no distraerse con esas letras, no leer realmente. 
Dijo, de memoria, lo que había anotado y lo que no, lo que había omitido sin querer, con los verbos un poco mal puestos, como solía hacer al redactar, nunca a propósito, muchas veces, apurado por anotar todo antes de que se le caiga de la cabeza, perdía el control sintáctico de las frases y después no se detenía a corregir, sabía que lo importante no era el orden sino que lo escrito contuviera los momentos decisivos de lo que pasaba en las reuniones, que quien leyera las actas entendiera lo que se había discutido y decidido más allá de las construcciones imprecisas. Titubeó un poco, Weber, sin transpirar, llegó a temblar cuando intentó armar mal una frase, en el aire, con los ojos en el libro, sostenido a lo ancho por una mano y la mitad de un brazo, pegado al cuerpo, debajo del pecho, se interrumpió, pidió disculpas, dijo que no entendía su letra, que le costaba leer sobre algo que había corregido, sobre un amontonamiento de tinta negra, aprovechó la pausa para aclararse, para tomar aire y terminar de desorganizar lo que estaba a punto de decir, consiguió abstraerse, perderse, flotar fuera del libro, de su letra en el libro, comprobó que en el salón, en el local social, una casa baja, llena de espacio, pocos ambientes, salpicada de sillas, del brillo de las primeras copas, que empezaba a opacarse, a necesitar del reflejo de los relojes a cuerda, de la luz de las ventanas, que no entraba porque era de noche, los miembros de la Comisión lo escuchaban atentos pero sin presión, sin signos de estar alterados, ligeramente apurados, ansiosos por abrir la correspondencia, por contestar a las invitaciones de partidos, por rechazar algunas no tanto por la indisponibilidad del equipo sino para confirmar el interés a través de un segundo o tercer pedido, Weber, ya que inventaba, inventó una tos para asfaltarse la garganta y siguió, haciendo que leía, repitiendo casi de memoria lo que había escrito, tranquilo al escuchar el silencio, que era la forma de decirle que no se había equivocado al tomar nota, y siguió, tan convencido de que confiaban en él como la memoria del club que introdujo pequeñas variaciones en el relato, desvíos un poco insignificantes que nadie repudió, siguió, se descubrió a punto de cambiar el nombre de pila de un socio nuevo pero se contuvo, se dijo que sería un exceso, que no debía burlarse, aunque sabía que si alguien le objetara el error podría justificarlo, eligió reprimirse, pensó en el futuro, en la libertad que encontraría luego, en lo que podría decir cuando escribiera las próximas actas, cuando aprendiera a llevar adelante con fluidez este ejercicio de simular la lectura, cuando aprendiera a limpiar la vista, a fijar los ojos en el papel y hacerlo transparente, atravesarlo para no confundirse, para no leerse a sí mismo, para no mezclar las palabras, en los detalles que incluiría, en la facilidad, en la cara de los que lo descubrirían si acaso resultara necesario revisar actas mientras todos, más que nada él, estuvieran vivos, y le tomó un momento entender que si hacía bien su trabajo, si seguía como hasta ahora, si su letra se convirtiera en la memoria del club, quien leyera las actas y encontrara una incongruencia no dudaría de la pericia de Weber sino de la propia, se dijo, Weber, que ese sería su triunfo, la prueba de su capacidad, modificar la historia en presencia de quienes podrían decirle lo contrario, hacerles creer que la verdad era la suya, la de Weber, y por lo tanto la de los otros, y que esos cambios, esas mentiras sin descubrir, y las otras, las descubiertas, discutidas, cuestionadas, aclaradas, produjeran desvíos en las decisiones, Weber, entonces, volvió a decirse, mientras escuchaba que el resto estaba de acuerdo en el registro de la última reunión, mientras cerraba el libro y lo apoyaba sobre la mesa, mientras aflojaba el cuerpo y veía cómo la noche era lo único que quedaba afuera, mientras el Presidente se acomodaba el saco con un tirón firme de las solapas, el gesto que usaba antes de tomar la palabra o para tomarla, que lo que quería, lo que de hecho haría, lo que ya había empezado a hacer, sería, era, escribir, borrar el futuro.

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